Saludando a todas las personas que leen esta columna, quisiera primero agradecer por detenerse a leer este primer ejercicio de escritura como columnista que hago gracias a la amable invitación de mis colegas de MetrópoliMid y a todo su equipo. Y también, a ustedes que comienzan a leerme, gracias por su tiempo.
Mi nombre es Laura Rojas Reyes, colombiana radicada en México, la mayor de tres hermanas y ahora también estrenándome como tía. Soy arquitecta urbanista de profesión y ciclista urbana de corazón. Hoy, quiero iniciar esta columna y las venideras desde mi perspectiva personal, como mujer y como profesional en un tema que nos compete a todas las personas que habitamos ciudades y que utilizamos diferentes medios de transporte: el espacio público y la movilidad activa.
Recientemente pasé unos meses en Francia conociendo a mi sobrina y acompañando a mi hermana en su alumbramiento. Como es habitual en mi vida, utilicé la bicicleta para transportarme a diario en Estrasburgo, ciudad ubicada en la región de Alsacia, al oeste del río Rin, la frontera natural con Alemania.
Toda la ciudad, sus alrededores y sus pueblos satélites, se encuentran conectados a través de una extensa red ciclista que promueve el uso seguro de la bicicleta. Pedalear allí me dio la sensación de estar en Ámsterdam: ciclovías continuas, cultura vial ciudadana y un sistema de transporte público compuesto por trenes, tranvías y autobuses que se integra de manera orgánica con la bicicleta, incluso permitiendo cruzar a Alemania pedaleando sin riesgo.
Gran parte de la población se mueve en transporte público, otra en automóvil, pero lo que llamó mi atención fue la cantidad de personas que eligen la bicicleta. Personas mayores, mujeres y hombres con niños y niñas de todas las edades en diferentes tipos de bicicletas (con sillitas, con cargo, con adaptaciones especiales) y hasta con sus mascotas; estudiantes por doquier yendo a clases y trabajadores del cotidiano usando la bici. No es casualidad, Estrasburgo es la ciudad ciclista número uno de Francia gracias a su infraestructura, cultura y educación vial que han priorizado la movilidad activa.

Cada vez que visito Europa me sucede el mismo choque cultural. Al cruzar una calle, mi primer reflejo es detenerme y esperar a que pasen los autos a toda velocidad, aunque haya semáforo o cebra peatonal. Para mi grata sorpresa, allí descubrí otra forma de caminar y pedalear, donde la prioridad es la vida de quienes transitan. Lo experimenté por primera vez en Madrid, durante mi maestría en 2015, cuando la ciudad comenzaba a integrar su sistema de bicicletas públicas a uno de los transportes públicos más avanzados del mundo.
El contraste con América Latina es inevitable. De vuelta en Ciudad de México, al pedalear siento de nuevo la alerta constante. No es sólo cuestión de infraestructura, se trata de comportamientos, emociones y modos de habitar la calle. En Bogotá aprendí a pedalear con el corazón acelerado entre buses, taxis y carros, entendiendo desde muy joven la importancia de trabajar por el ciclismo urbano como un medio de transporte tan importante como cualquier otro.
¿Por qué a los gobiernos latinoamericanos les cuesta tanto priorizar la movilidad activa? Los discursos abundan, planes de movilidad sostenible, viajes de funcionarios a ciudades europeas, foros internacionales con expertos europeos en la materia. Sin embargo, las calles muestran otra cosa: banquetas o andenes en mal estado, ciclovías inconexas, cruces e intersecciones altamente peligrosas y un tránsito dominado por el automóvil.La contradicción es profunda, y aunque existan algunos casos de éxito en Latinoamérica, en la mayoría de nuestras ciudades, mientras en el papel se habla de cultura vial, derecho a la ciudad y transporte inclusivo, en la práctica persisten dinámicas de violencia cotidiana: conductores acelerados y enojados, ciclistas enfrentados y gritando a taxistas, autobuses que compiten por el espacio, peatones que corren para salvar la vida en cada esquina y, además, regañados por el enojo de quienes conducen los automotores. La calle, que debería ser el espacio más democrático, se convierte en un campo de batalla y no de disfrute.
Esa violencia tácita de la movilidad no es sólo un problema técnico, sino un reflejo cultural. Hablar de movilidad activa (aquella que se impulsa a tracción humana) es hablar de salud, de convivencia, de calidad del aire y de vida. Es hablar de cómo nos relacionamos entre nosotros y con el espacio público.
En esta primera entrega sólo quiero dejar planteada la pregunta. En las siguientes columnas me propongo reflexionar sobre cómo nos sentimos al movernos en nuestras ciudades, qué emociones despierta caminar y pedalear en entornos urbanos hostiles y qué aprendizajes podemos extraer de nuestros desafíos cotidianos. Porque al final, hablar de movilidad activa es hablar de la posibilidad de vivir en ciudades más humanas.
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