
En estos tiempos donde hay una crisis climática que nadie quiere aceptar y que, por ende, nadie quiere asumir, nos encontramos en una situación que, si no es nula, es irresponsable, para considerar los retos que el cambio climático nos trae.
En 2020 tuvimos por primera ocasión tres huracanes al mismo tiempo frente a las costas del atlántico; llegó Cristobal, llegó Delta, llegó Gamma y llegó Zeta a inundar el Estado y a quedarse en nuestra memoria como la peor inundación de nuestra generación. En total, hubo 13 tormentas tropicales con fuerza de huracán, y otras 17 que se quedaron como tormentas tropicales. 2020 impone un nuevo récord al tener 30 tormentas tropicales en una sola temporada.
Por primera vez vimos a la joya de la corona inundada y en riesgo evidente: Mérida estaba en crisis, lo nunca antes visto, el interior del Estado ni que decir. Mi padre chilango llegado antes de que yo naciera en Mérida siempre dice “si se acaba el mundo vente para Yucatán”, y me parece que en realidad así lo sentimos. La ciudad nos había permitido estar ajenos del resto del mundo porque parecía que aquí no llegaba nada.
Queremos pensar que la catástrofe de 2020 es un evento aislado, porque nos gusta escuchar que este fue el 2012 que los mayas predecían, y bromeábamos con que éramos Tebas, la ciudad de los eventos desafortunados en la película de Hércules, y que vivimos solo un tiempo de mala suerte sobre el cual no nos podíamos preparar. Pero esto no fue un evento extraordinario en el sentido que no lo hayamos podido prever, o en el sentido de que no exista probabilidad de que se repita.
¿Quién diría que los pudientes del tan peleado norte de la ciudad iban estar bajo el agua por semanas y semanas? Pero es una cuestión que no se asume, porque asumirlo significaría movilizar a las personas e infraestructura y, entonces, en nuestra inocencia de creer que este es un evento aislado, en vez de ganar tiempo estamos ganando gente en riesgo.
Para Mérida y para Yucatán, contamos con un atlas de riesgo. Para el mundo, contamos con los informes del Panel intergubernamental de cambio climático. En ellos se previsualiza la llegada de más y mayores fenómenos naturales y, específicamente para Yucatán, sequía, que de esta saben las personas del campo. Suena paradójico después de lo vivido en el 2020, pero nos esperan tiempos extremosos por este desequilibrio ambiental que hemos provocado.
Con estos grandes retos, el único camino que podemos tomar es el de la resiliencia. Término sacado de la ecología que nos habla de la capacidad de regresar a la línea base, a nuestro equilibrio de funcionamiento con el ecosistema, ¡Pero nuestra línea base es la que nos trajo a este desequilibrio!
Le llamaré entonces, estado de dignidad y bienestar, esencia que tomo de la “economía de la rosquilla” (doughnut economics) una de las más recientes teorías económicas para guiar el desarrollo sin llevar a los recursos y al planeta a la crisis.
Entonces, resiliencia: la capacidad para volver a un estado de bienestar y dignidad para todos, en el que hoy no estamos pero que tenemos que comprometernos a construir.
¿Cuál es el reto?
Oponernos a una dinámica de construcción de ciudades donde, literalmente, se limpia el terreno para construir fraccionamientos quitando la vegetación para después cubrir el suelo con concreto y asfalto, perdiendo así algunos de los servicios ambientales que más resentimos como seres humanos: la regulación del microclima, filtración y absorción de agua, y regulación de la calidad del aire. Ahí no contamos todo lo que se pierde para la fauna y para el ecosistema, ni los que aplican para el campo o cualquier sector productivo, estamos hablando de personas en la ciudad y de impactos directos.
En estos proyectos, entonces, lo único que se deja son los parques. Pero como el fin único con el que se establecen es la recreación y no la reposición de estos servicios ambientales, la ciudad mantiene su déficit al alza, así como nuestra vulnerabilidad al cambio climático. Recientemente, algunos comienzan a dejar la vegetación original por encomienda de autoridades municipales y estatales y, porque claro, significa un ahorro. El desarrollo sustentable no tiene que ser lacerante para nadie, pero no podemos esperar que el 100% de un sistema funcione igual dejando menos del 10%, sin hacerle alguna mejora que fortalezca sus capacidades.
Entonces, cómo hacer que nuestros parques, que son el único elemento de naturaleza que dejamos, se conviertan en mecanismos y herramientas para la resiliencia y, de alguna forma, contribuyan a mejorar nuestra capacidad de enfrentar el cambio climático.
Aquí tres recomendaciones para caminar en ese sentido:
1.- La compensación, así como el impacto, debe ser in situ. El impacto en la vida de las personas en la ciudad se tiene que compensar en el mismo sitio donde el impacto fue creado, y esto solo va a suceder en la medida que aprendamos a diseñar ciudad integrada con la naturaleza, quitando esa inercia agonizante de segmentar dejando el que parece ”el problema de la naturaleza” para después y para alguien más. Y esto a nivel de desarrollador, pero también a nivel de ciudadanos comunes y corrientes, con una casa de fraccionamiento.
A los desarrolladores les toca dejar el área verde y calles arboladas con la visión que ya comentamos, pero casi el 50% de la ciudad son casas, el otro 50% se lo lleva la superficie de las calles, comercios, parques, áreas verdes, etc. Pero entonces, si la ciudad es una plancha de concreto, como a todos les encanta decir, 50% de la culpa es nuestra, porque en nuestro 50% de ciudad decidimos techar toda nuestra casa, decidimos cortar el árbol de la banqueta, aunque ya sea delito, decidimos cada uno llenarla de concreto. Claro que los desarrolladores deben dejar más áreas verdes, pero la ciudad la construimos todos. Necesitamos reconocer que nuestras acciones individuales se suman a favor o en contra del bien común.
2.- El año 2020 tiene que ser nuestro nuevo estándar. Reconocer los fenómenos naturales del 2020 como el nuevo peor escenario, debe ser el primer paso para orientar la inercia hacia un empuje de metas ambientales más ambiciosas que, si bien no significan detener el desarrollo inmobiliario, este tiene que ser mucho más generoso ambientalmente hablando para garantizar la calidad de vida de sus clientes. Metas en cuanto a capacidad de manejo de agua, en cuanto a cobertura arbórea, en cuanto absorción de partículas y carbono, metas en cuanto a manejo de incendios (situación 2019), metas en cuanto a flexibilidad de los espacios públicos para suplir, en determinado momento, las actividades que de la naturaleza derivan y que hoy las importamos.
3.- Los mínimos no son máximos. No son limitativos ni en cantidad ni en calidad. Estamos hablando de adoptar sistemas urbanos de drenaje sustentable, de usar la capacidad de infiltración de los árboles en los parques, pero que eso implica dejar pasar el agua a través de las banquetas que encierran al parque. Significa distribuir las áreas, hacer el esfuerzo de interconectarlas. Significa usar mayor diversidad de especies y hacerse responsable de sus primeros años de crecimiento en donde son más débiles. Poner más y mejores áreas verdes no le va a significar una multa, pero si le va a ayudar a ganar resiliencia y, de paso, valor económico a su proyecto.
Quienes me conocen quizá me hayan escuchado hablar de esto muchas veces. Quienes no me conocen, mucho gusto. Los roles y la responsabilidad compartida en la generación de resiliencia frente al cambio climático, tenía, por su importancia, que ser mi primer artículo en la Revista MetrópoliMid.
Si la ciudad es una plancha de concreto 50% de la culpa es nuestra, porque en nuestro 50% de
ciudad decidimos techar toda nuestra casa, decidimos cortar el árbol de la banqueta, aunque ya sea delito, decidimos cada uno llenarla de concreto.

Adriana García Burgos
Gerente en GCD consultores ambientales.
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